miércoles, 18 de junio de 2008

TOMÁS DE AQUINO


La encarnación de los valores de verdad, bien y trascendencia en Tomás de Aquino.

Hemos visto cómo la vida de Tomás de Aquino revela una inquietud vital de conocer siempre más y con mayor profundidad la verdad de las cosas, es decir, la realidad. Sus mismas opciones de vida son, incluso, una respuesta al conocimiento que él iba alcanzando sobre los grandes temas.

Su vida se presenta como un estímulo también para el hombre de nuestro tiempo. Especialmente por la responsabilidad con que hizo fructificar todas las cualidades humanas que había recibido. Su extremada inteligencia, poco común, se movió en un horizonte amplio, abierto, donde pudo expresar lo mejor de sí. Valoró todos los métodos científicos de su época que le permitían adentrarse en lo más profundo de la realidad en toda su extensión y complejidad y supo armonizar los logros de este campo con el contenido revelado de la fe cristiana.

En este autor apreciamos una elaboración sistemática de muchos temas, entre ellos los de los tres valores que nos ocupan. Encontramos, además, una actitud de apertura a todo lo que existe a través del conocimiento, tanto sensible como intelectual. Pues bien, si la realidad que nos interpela a su conocimiento es objetiva y única, aunque enriquecida a la vez de múltiples aristas y dimensiones, entonces podrá ser conocida siguiendo caminos y métodos diversos, pero cuyos resultados, si son verdaderos, nunca deberían ser opuestos entre sí. Este “realismo” de Tomás de Aquino y de los clásicos radica esencialmente en ese “respeto” al ser, a la realidad en sí misma precisamente por ser algo distinto de quien la conoce. Y además porque es independiente del sujeto, éste se abre y la acoge y recibe como un don. Se recibe, sí, desde un determinado ángulo pero no se agota ni es creada por el sujeto.

Desde esta postura nos estimula a no reducir el acceso de nuestro conocimiento meramente a los objetos materiales y experimentables, sino, más bien, a abrirse a los “grandes interrogantes sobre la vida, sobre sí mismo y sobre Dios”. Por esta razón, Sto. Tomás “ofrece un valioso modelo de armonía entre razón y fe, dimensiones del espíritu humano que se realizan plenamente en el encuentro y en el diálogo entre sí”
[1].

Respecto al bien, encontramos una primera convicción: el ser humano apetece el bien y porque es bueno lo apetecemos y lo deseamos. El mal en sí mismo no es apetecible ni deseable más que cuando se presenta como bueno aun siendo malo. ¿Cómo inserta la reflexión acerca del bien Tomás de Aquino? Lo hace atendiendo a la estructura interna del ser vivo. Veámoslo.

Debido a su condición de ser vivo, el ser humano posee en sí mismo variados dinamismos que tienden a desplegarse hacia su perfección. El ojo, por ejemplo, se perfecciona cuando logra aquello para lo que ha sido hecho, que es ver, pero no ver de cualquier manera, sino ver bien. Lo mismo podemos decir del corazón que, aunque ocultamente, está hecho para bombear sangre y dar vida a todo el cuerpo y si tuviera un problema –una arritmia, un coágulo, etc.- no alcanzaría su bien propio, aquello para lo que está hecho. Vemos de esta manera que todo lo vivo en nosotros tiende a un fin específico que es su bien y esto mismo podemos decir del ser humano como unidad: tendemos a un bien como seres humanos. Ese bien es nuestra plenitud como personas e implica que cada una de nuestras facultades y potencialidades logren el fin que les es propio: su propio bien.

Algunos de estos bienes, dice Tomás de Aquino, se consiguen de forma natural o más o menos espontánea. Por ejemplo: no pienso que debo respirar para sobrevivir, sino que simplemente respiro, y lo mismo pasa con la sangre que corre por mis venas. Sin embargo, en otros muchos aspectos, debemos poner en juego nuestra inteligencia para distinguir el bien real más apropiado y elegirlo convenientemente. Esto le da pie a nuestro autor para establecer varias clasificaciones del bien.

Según su apetecibilidad, es decir, según lo que nos atraiga en el bien, distingue tres tipos: el útil, el deleitable y el honesto. Apetecemos el bien útil en cuanto medio o instrumento para conseguir otro bien posterior. En la medida que satisface nuestro deseo, apetecemos el bien deleitable; mientras que apetecemos el bien honesto en cuanto que es un bien conforme a la recta razón, es decir, en cuanto que es un bien perfectible en sí mismo y que nos perfecciona. Es importante esta distinción para no confundir unos bienes con otros y poder jerarquizar en caso de que varios bienes entren en conflicto (ejemplo de desear a la vez dos cosas: querer estar delgado y comerme un pie de limón) o se apliquen a realidades que, por su mismo ser, no se dejan reducir a la utilidad o al placer (como es el caso de reducir a persona a un bien útil o placentero, cuando esta tiene valor en sí misma, como sería hacerse un amigo sólo para que nos recomiende ante el jefe y subir uno en el trabajo o sólo para pasar un rato).

Ahora bien, si atendemos a la perfección propia de ese bien y a sus efectos perfectivos en el que lo posee, el bien puede ser absoluto o relativo. El bien relativo es cualquier bien físico o natural con cierta perfección en sí mismo pero que necesita completarse con otros bienes y que se nos presenta conveniente de algún modo al margen de su consideración moral. Es el caso del alimento, del descanso, del placer estético, etc. El bien absoluto, en cambio, es lo conveniente según lo moralmente recto y conlleva en sí una perfección completa, por eso se le llama bien moral. El bien moral, para Tomás de Aquino, está inscrito en lo más profundo del corazón humano en lo que denomina ley moral natural –consistente en normas de actuación según lo que es más perfecto a nuestra naturaleza y sus inclinaciones más profundas- y se conoce a través de la conciencia bien formada. Esa conciencia podrá diferenciar un bien real o verdadero de un bien aparente. Éste último se presenta bajo apariencia de bien pero que no es en realidad porque, o no es un bien a largo plazo o deja de lado otro bien más perfecto.

Para la consecución del bien moral, y siguiendo la doctrina aristotélica, propone la práctica de las virtudes morales. Estas virtudes las presenta como aquella disposición estable y habitual para hacer el bien, tanto para sí mismo como para los demás. Ejemplos de estas virtudes son la paciencia, la constancia, la templanza en el comer o beber, la prudencia, el saber callar cuando hay que hacerlo o, por el contrario, el saber hablar cuando se debe, la justicia, la amabilidad, la honradez, la veracidad, etc. La práctica de estas virtudes, además, nos predispone a colaborar con las otras personas en el bien común y nos acercan al bien supremo. ¿En qué consiste este bien? Bien supremo es aquel bien que es perfecto de una forma total: lo es en sí mismo y para el que lo posee (logra saciar el deseo de felicidad de forma total), es absoluto y no acaba con el tiempo, pues si acabara no sería perfecto. En el ser humano existe un deseo de este tipo de bien que alienta nuestro anhelo más profundo de felicidad, ¿pero existe un bien así?

La verdad es, para Tomás de Aquino, el fin u objeto de una de las inclinaciones más profundas del ser humano: la de conocer. “Todo hombre desea por naturaleza saber”, decía Aristóteles. Por eso, sólo conociendo la verdad se sacia esa inclinación. Recordemos la inquietud de Agustín de Hipona hasta que la descubrió y pudo descansar en ella.

El punto de partida para alcanzar la verdad es la realidad misma: el “realismo” clásico al que aludíamos al inicio. Es por todos admitido que todas las cosas existen y, por tanto, poseen una realidad por la que son lo que son y se diferencian del resto; y se puede decir, en este sentido, que son idénticas a sí mismas y por ello verdaderas. Porque tienen su ser, su esencia, por eso tienen su verdad. “Lo verdadero se refiere al ser mismo inmediata y absolutamente”
[2]. Todo ente, en tanto que es, puede ser conocido como verdadero por una inteligencia. Cuando el ente se coloca en relación con la inteligencia éste puede ser conocido inteligiblemente dando lugar a la noción de verdad. En cuanto una cosa es susceptible de ser conocida por algún entendimiento, es verdadera y no al revés, por eso la verdad, de alguna manera, se descubre, no se crea.

Se logra un conocimiento verdadero cuando lo conocido se corresponde con la realidad conocida, es decir, cuando se produce una adecuación entre la idea y la cosa. Esta es la conocida definición de verdad en Tomás de Aquino. Sin embargo, tal adecuación existe en grados diversos y de ella dependerá el grado de posesión de la verdad; por eso, sólo posee la verdad total aquel que conoce perfectamente las cosas. Pues bien, admitiendo, por un lado, que el Ser supremo, Causa última de toda la realidad, es quien mantiene el ser de las cosas a través de su pensamiento y conocimiento, pues si los dejara de pensar dejan de ser, éstos se aniquilan; y asumiendo que en el entendimiento se realiza una correspondencia o adecuación perfecta entre la idea y el ser, Tomás de Aquino concluye que Dios que es la Verdad suprema. No sucede lo mismo con el conocimiento que la inteligencia humana tiene de las cosas pues su existencia no depende del conocimiento que ésta pueda tener de ellas y por eso la verdad que alcancemos será parcial –aunque eso no le haga perder su validez de verdad.

Una aplicación concreta a la vida práctica sería la verdad en su aspecto moral. La verdad existencial es para él la correspondencia de la vida a la ley divina en tanto que adecua la vida al fin para el que estamos hechos; fin que conlleva la consecución del bien. “Se dice verdadero con respecto a su conformidad con el divino intelecto en tanto que cumple el fin para el cual fue ordenado por el divino intelecto”
[3]. En nuestro caso, tenemos en nuestras manos la elección de los medios más conducentes a la consecución de nuestro fin propio –iluminados por la norma moral. Dentro de esta orientación al fin se inserta la dinámica de la vida moral del hombre y su sentido a los ojos del Aquinate: que consiste esencialmente en su opción o rechazo por la verdad y su traducción en la vida con actos concretos virtuosos. Por eso dice: “Se llama verdad de vida a la que hace que se viva rectamente. […] Pero cualquier virtud hace que se viva rectamente, como nos consta por la definición de virtud”[4].

Una vez conocida la verdad viene exigido un respecto por la misma y un respeto hacia las otras personas al comunicarles lo conocido: en esto consiste la virtud de la veracidad. De hecho, no podríamos vivir sin ella, tal como afirma a continuación: “Por el hecho de ser animal social, un hombre a otro naturalmente le debe todo aquello sin lo cual la conservación de la sociedad sería imposible. Ahora bien: la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad”
[5]. Y en virtud de la justicia “uno expresa sin deformaciones lo que hay, ha habido o va a haber”[6].

Frente a una teoría extendida en su época, la conocida teoría de Averrores de la doble verdad, que afirmaba que hay distintas verdades, incluso contradictorias entre sí, él sostiene la unicidad de la misma. Articula su defensa partiendo de que la realidad es única y procede de un Ser que no puede contradecirse a sí mismo: por eso, aun reconociendo que hay distintas vías posibles de llegar al conocimiento de la verdad, éstas debieran ser siempre complementarias y nunca contradecirse entre sí. Amante de la ciencia, Tomás de Aquino respetó profundamente los distintos métodos de conocer la realidad según sus características propias. A modo de ejemplo señalemos la diferencia de método al abordar las reglas de la matemática frente al estudio de los bosques tropicales; o el estudio de una personalidad frente al estudio de un virus. En función de lo estudiado variará el método de conocimiento. Por eso es distinto el método empleado en las ciencias empíricas del requerido en las ciencias sociales o humanistas. Las realidades intangibles como el alma humana, la trascendencia o los conocimientos adquiridos por fe exigen, por esta razón, su método específico. Y, por lo mismo, no debiera haber contradicción entre dos conocimientos verdaderos. De esta manera formula el famoso principio tomista de la síntesis entre fe y razón. Consiste en afirmar que ambos conocimientos deben ser compatibles y nunca contradecirse, dado que proporcionan un acercamiento complementario de una misma realidad. Por eso los avances científicos no debieran, si es que son verdaderos, contradecir lo que conocemos por fe revelada acerca del ser humano, de la realidad en general o de Dios. Un ejemplo actual de esta síntesis o armonía sería la compatibilidad entre la moderna teoría del Big Bang y el reconocimiento de una Primera Causa del Universo, que sería Dios.

Es conocida la anécdota protagonizada por Tomás a sus 5 años al preguntarle al P. Abad del Monasterio benedictino de Montecasino: ¿cómo es Dios? Esta inquietud por conocer y profundizar en el fundamento último y más radical de todo lo real orientó su vocación al estudio y la elaboración de sus obras, tanto escritas como docentes. Abordaremos, pues, el valor de la trascendencia en Tomás de Aquino, desde este interés.

En su experiencia personal él siempre tuvo la certeza de la existencia de Dios y de su cercanía real. Gracias a la relación personal a través del diálogo sobrenatural de la oración Tomás creció en el conocimiento de quien y cómo era Dios, desde la vertiente religiosa.

Dotado de una inteligencia singular, la puso al servicio de la investigación y el estudio racional de lo trascendente. Es precisamente en un libro que dedicó a los pensadores musulmanes –la Suma Contra Gentiles- y porque no compartían la misma fe, se mueve en un ámbito puramente racional y despliega amplios y profundos razonamientos especulativos acerca de Dios y sus cualidades. Su punto de partida es la admisión de que se puede conocer algo acerca de Dios desde un doble ámbito: el de la fe y el de la razón. Así es como elabora una demostración racional de la existencia de Dios a través de cinco caminos o vías. A partir de una serie de hechos observables por todos se puede llegar a deducir, dando pasos lógicos y de forma sucesiva, la necesidad de la existencia de un primer ser absoluto que dé razón a modo de causa de aquello que se observa.

Detrás de este razonamiento están presentes varios axiomas: el primero sería que las cosas suceden por algo que las explica (principio de causalidad); lo segundo es que hay un tipo de realidades no observables empíricamente que se manifiestan, en cambio, a través de sus efectos (existencia de lo intangible), y, por último, que todo en la naturaleza tiene su sentido. Las cinco vías concluyen de una forma parecida: “y a esa causa primera y necesaria, todos le llaman Dios”.

Los puntos de partida de las cinco vías son: las experiencias del movimiento, de la causalidad eficiente, de la contingencia, del orden y la finalidad en el universo y de los grados de perfección en los distintos seres. Se anexa, en Material de Apoyo, una explicación más detallada de las cinco vías.

A través de la recta razón se puede conocer la existencia de Dios, pero Tomás de Aquino no se queda satisfecho y sigue investigando si puede saberse algo más. Por ejemplo: si esa Causa primera imprime orden al universo es porque es inteligente, y con una inteligencia suprema con la que conoce perfectamente cada ser –lo que le hace la suma verdad; si hace que los seres persistan en su ser es porque así lo quiere con su voluntad y libertad, luego es un ser libre y, por tanto, personal; si es Causa necesaria y no contingente ni perecedera es porque no está sometida a la caducidad de la materia compuesta y por tanto es simple, inmaterial e imperecedero. Por ser el sumo bien que engloba las sumas perfecciones en Sí mismo es el objeto último y más profundo de la voluntad humana y lo que puede colmar sus anhelos de felicidad profunda; por lo mismo es el anhelo de la inteligencia por ser la suma verdad. ¿Y es un ser fío e inaccesible, perfecto en sí mismo pero incapaz de amar? Responde a esto aludiendo a que: “donde hay voluntad y apetito es necesario que haya amor, anulado lo primero, queda anulado lo segundo. Ya se demostró (q.19 a.1) que en Dios hay voluntad. Por eso, es necesario también que en El haya amor”
[7]. Estas son algunas de las cualidades que deriva de la existencia de este Ser Primero y necesario.
Acabemos aludiendo a una consecuencia de esta doctrina. Filosóficamente podemos saber de la existencia de Dios y también se puede extraer como conclusión que el alma humana es inmortal. Ahora bien, acerca de la creación del mundo de la nada por parte de Dios sólo se puede saber por la fe revelada. Forma parte de la doctrina de la creación el que el ser humano haya sido credo a imagen y semejanza de Dios. Y este punto es de una relevancia central en la consideración trascendente de la persona humana. Esto le da una especial dignidad que le hace poseedora de unos derechos y deberes ineludible se innegables por ser lo que es. Además, le hace un ser necesitado de los demás pero que sólo en la entrega a los demás y al Otro por excelencia, encuentra su plenitud. Por eso, la felicidad, que es el fin último para Tomás de Aquino, no puede encontrarse de forma aislada ni tampoco de forma total si es que faltara el bien supremo: Dios.
[1] SS. Benedicto XVI, Angelus 28 enero 2007.
[2] Suma Teológica, I, q. 16 a. 4 in c.
[3] De veritate, q. 1, a. E.
[4] Suma Teológica II-II q. 109 a 2, Objeción 3.
[5] Suma Teológica, II-IIa, q. 109, a. 3, ad 1.
[6] Suma Teológica, II-IIa, q. 80, a. 1, in c.
[7] Suma Teológica, Ia, q. 20, a. 1, c.