jueves, 27 de marzo de 2008

ENCUENTRO CON LA VERDAD


Encuentro con la verdad. La verdad como inspiración.
Ricardo Yepes, Entender el Mundo de hoy, Cartas a un joven estudiante. Rialp, Madrid, 1999, 59s.



Querido Carlos:
...
El relativismo, como ves, se mueve en los dos planos, el teórico y el práctico. Pero el problema principal no sería tanto su formulación teórica, de la cual te he puesto tres ejemplos que dan lugar a complicados debates sobre las relaciones entre verdades teóricas y prácticas, sino la insospechada vigencia social que hoy tiene. No sólo es una actitud de mucha gente, sino un criterio práctico que tolera cualquier tipo de conducta y suprime la noción de norma estable a la cual la libertad deba atenerse. Es obvio que hablo de conducta moral desvinculada de cualquier otra institución que no sea el estado. Es obvio que trazarte un cuadro mínimamente indicativo de una cuestión tan compleja nos llevaría muy lejos. No es mi propósito hacerte reflexiones moralizantes sobre la desvergüenza de la sociedad actual, como si fuera una abuela victoriana.


Prefiero que tú te hagas tus propias reflexiones al respecto.

Trato ahora de resaltar algo tan sencillo como el sentido de la verdad. Imagina por un momento que la verdad universal exista: sería una suerte de conformidad de las cosas consigo mismas. Los griegos la llamaron verdad ontológica. Es la primera dimensión: la verdad como realidad.
Imagina además que mi mente es capaz de descubrir esta coherencia interna del universo (lo admiten muy fácilmente los físicos; a Einstein le gustaba mucho hablar de ello). Eso querría decir que la verdad no es una creación de mi intelecto, una suerte de evidencia con la que yo me satisfago a mí mismo en mi ansia de seguridad racional, sino más bien: el universo tiene un sentido, una lógica que puedo descubrir. Es el sentido aristotélico de la verdad: mi mente y la realidad se adecuan. Es la segunda dimensión: la verdad como manifestación, como adecuación de mente y cosmos.
Es ésta una discusión apasionante en la que los científicos gastan mucho tiempo. Ni con mucho están de acuerdo. Estamos ante la noción de finalidad. Si el universo tiene una lógica, entonces hay un proceso. Si hay un proceso, un sentido surge cuando el proceso culmina. Las cosas desembocan en algo: no son puro azar. Te hago notar esto sólo por un momento para que sea plausible nuestra imaginación: la verdad universal es interna al universo mismo (primera dimensión), y yo tengo acceso a ella (segunda dimensión). Mi capacidad de razonar es, si me permites el símil informático, el password que me abre el fichero codificado del cosmos. Pero alguien ha puesto allí el software.


Admitir esto tiene indudables ventajas. El universo y la historia se convierten en algo unitario que puedo entender. El esfuerzo intelectual de la humanidad no sería una serie discontinua de intentos de creación de sentido en un mundo que no lo tiene, sino la historia del descubrimiento del sentido, del universo y de la propia vida, de la historia y libertad humanas: podemos entender a los demás porque ellos buscan lo mismo que nosotros: la lógica del mundo.


Esta postura, enunciada de modo muy incipiente e imperfecto, es más fructífera que cualquiera de las formas de relativismo que antes te señalé. Pero aún hay más. Admitir la verdad universal sucesivamente descubierta, como una tierra ignota que va siendo explorada y colonizada, permite algo extraordinariamente interesante: la inspiración de mi libertad. Me explicaré.
La tercera dimensión de la verdad es el encuentro con ella. La verdad ocurre en la vida humana, tiene lugar. No es sólo un descubrimiento intelectual, una coherencia lógica. Tiene que ver con la acción. Se trata, por así decir, de la dimensión existencial de la verdad, de su relación con la libertad. Es un aspecto que no suele considerarse, pero es, quizá, el más importante: «La verdad os hará libres», dijo Jesucristo.


La existencia humana es temporal, transcurre en un fluir de vida lleno de sucesos efímeros. El hombre, cuando vive, acumula experiencia. La experiencia es el saber que se va logrando a través de la vida vivida temporalmente. En este ámbito sapiencial de la experiencia es donde tiene lugar el acontecimiento humano por excelencia. Se trata, como te digo, del encuentro con la verdad.


Descripción del encuentro con la verdad


Primero te lo voy a describir. El encuentro no es un descubrimiento intelectual, ni una intuición, ni siquiera es el asombro del filósofo que se queda extasiado ante el fulgor del mundo. El asombro es una experiencia distinta, de menos nivel. De algún modo es la experiencia de una verdad ausente, mistérica. Pero el encuentro es distinto. Se trata de una presencia, de una manifestación.


El hombre es un ser que viaja, que transcurre de un tiempo a otro. En el curso temporal de la vida aparece de repente lo erguido, lo que se destaca, lo que se cruza en mi camino. Este carácter subitáneo del encuentro se debe a la aparición de la verdad. De repente, algo se pone a relampaguear, a irradiar, hay algo que se torna evidente: es ella.


El enamoramiento


La verdad afecta tan profundamente al hombre que le conmueve por completo. Ésta es la primera consecuencia del encuentro: la conmoción. El ejemplo más clásico es el enamoramiento. Se puede enamorar uno de una persona, pero también de un paraje, de una idea, de una causa, de un acto o una vida ejemplares. La conmoción adquiere un verdadero carácter de metanoia, de conversión interior. Es la segunda dimensión del encuentro: me transformo interiormente, descubro que en mi vida ha faltado esa verdad que he encontrado. Mi vida anterior parece vacía, pobre, pequeña, sin interés, errabunda, sin sentido último. No me reconozco a mi mismo en ella. Me parezco despreciable y equivocado: tengo que cambiar, porque hasta entonces he perdido el tiempo.


El cambio consiste en recibir la tarea que la verdad me encarga. He de abrir mi vida a una ocupación. El encargo es novedoso, me cambia. Éste es la tercera característica del encuentro: la reorganización de mi vida para dedicarme a cumplir el encargo que me adviene en el encuentro con la verdad. En definitiva, me hago cargo de la verdad, me sitúo ante ella porque ella se sitúa ante mí: me encarga una tarea, una conquista. La verdad merece ser conquistada, y ésa es la tarea que aparece como novedad: hacerse con ella.


Un cuarto carácter del encuentro es que me dota de inspiración: un impulso para ejercer mi libertad tratando de reproducir y expresar la verdad con la que me he encontrado, y hacerla realidad en mi vida. Inspiración es actuar conforme al encargo, a la tarea. La verdad tiene un carácter dinamizante respecto de mi operar. Actúo para responder a la verdad encontrada. Cuando el encuentro tiene carácter personal, por ambas partes, puede ser máximamente inspirativo, porque no es algo inerte: el otro, la otra, me puede responder si diseño mi vida y mi libertad inspirándome en ella, aceptándola como parte de mi propio proyecto. La verdad llama, tiene voz. Es alguien que soy capaz de oír. Es lo que algunos llaman vocación. El encuentro personal es la máxima verdad, porque despierta las energías humanas más nobles: las que proceden de mi capacidad de dar. El otro, la otra, sólo pueden ser míos si yo me doy a ellos, y viceversa.


La inspiración se torna también, y es el quinto carácter del encuentro, búsqueda. El hombre ha entrevisto la verdad, pero no se le da ya poseída con carácter estático y estable: puede borrarse, alejarse. La verdad se muestra, pero no se entrega. Ha de ser conquistada, seguida, buscada. El hombre espera el regreso de la verdad, su darse, su condescender conmigo, su mostrarse a mí. La realidad, el otro, viene a mí, me busca. Por eso, lo más maravilloso que a uno le puede suceder en la vida es tener un encuentro personal con la verdad, encontrar una persona verdadera para mí. No cabe mayor inspiración.


Encuentro es, por definición, encuentro con la verdad. Sus consecuencias son múltiples, y afectan a toda mi vida posterior. Una vida sin inspiración carece de verdad. El encuentro puede ser más o menos intenso, y puede tener muy distinto carácter: podemos encontrar la verdad, como te digo, en un teorema matemático, en una persona de la que nos enamoramos, en una tierra que perteneció a nuestros antepasados y donde descubrimos las raíces de nuestro pasado y nuestro futuro; podemos encontrarla en el ejemplo de un sabio, de un santo, de un hombre de acción, cuyo ejemplo nos conmueve y nos transmite una verdad, una tarea que es preciso completar y reproducir de nuevo. Nos podemos enamorar de una obra literaria, de un autor, de un Dios encarnado que se hace Niño y nos llama a una vida de sacrificio... Hay tantas formas de encuentro como personas. Todas ellas tienen un carácter inspirativo. Lo decisivo es preguntarnos qué verdad inspira nuestra vida, qué alcance tienen una y otra.


Entenderás ahora que cuando me encuentro con la verdad, cuando se me manifiesta un trozo del sentido de lo real, se pone en marcha mi capacidad creadora. El hombre y la mujer encuentran en la verdad un arranque a su capacidad reproductora y artística. Primero porque la verdad hay que decirla, expresarla, formularla. Es una tarea ingente, que los hombres de todos los tiempos han procurado llevar a cabo. Después, porque hay que reproducir la verdad, crear su réplica. Es el sentido más alto de toda creación artística: expresar la verdad en una obra nueva.


La tarea de mi vida, mi libertad, es también una creación, una recreación, un desarrollo, una réplica de la verdad. La verdad no es plena si sólo se conoce, si el hombre no la ejerce y plenifica. No se trata sólo de entenderla, sino de llevarla a cabo, de vivir la vida humana desde la inspiración que inocula. La verdad y la vida humana se necesitan mutuamente para quedar cumplidas.


La verdad es bella


Sé que estoy jugando, al hablar así contigo, con el plano artístico, el ético y el existencial. Pero la verdad transciende esos planos, y al tiempo está presente en todos ellos. No es una expresión poética. Es algo que verás como evidente silo piensas. Decía Platón que la verdad es el deseo de engendrar en la belleza. Este pensamiento apunta en esa dirección: la verdad es bella, y despierta mi deseo de expresarla y reproduciría. Es un hecho muy claro en la vida de muchos hombres, grandes y pequeños, que una verdad vista claramente en un momento ha marcado el rumbo de su vida de modo definitivo. Las grandes gestas humanas (artísticas, religiosas, políticas, intelectuales...) son fruto de la inspiración que una determinada verdad ha puesto en las vidas de sus protagonistas.


Negar que la verdad existe es negar la mayor parte de la grandeza del hombre. Suprimirla es suprimir la inspiración, el arte, e incluso el ejercicio de la libertad. La verdad es algo demasiado grande como para verla sólo como algo puramente intelectual. No. La verdad es, por así decir, un elemento constitutivo de la vida humana. Toda vida humana tiene su verdad inspiradora. Si se adopta una verdad recortada, baja, la inspiración será del mismo calibre. El crecimiento del hombre se realiza por su inspiración. Es ella la que enciende las alas de las dormidas capacidades humanas. Por eso las gestas son tan decisivas. Expresan la máxima tensión de conquista, de esfuerzo, de expresión de una verdad captada. Y una gesta puede ser, simplemente, subir una montaña: ¿por qué? Porque está ahí como dijo sir John Hunt, primer conquistador del Everest, en 1953. La montaña es una verdad puesta ante mi. Y pisar su cumbre es poseerla. Quien no entiende el dinamismo humano que late en esa gesta no entiende al hombre mismo.


El hombre no puede vivir sin la verdad. Carecería de inspiración. La de sir John Hunt fue concebir, organizar y dirigir la expedición que el 29 de junio de aquel año impulsó a Hillary y Tensing hasta la cumbre. Sin inspiración la libertad no se despliega, no se desarrolla. Queda inédita. Podrás entonces entender que la alegría es la primera expresión humana de haber encontrado la verdad. ¡Hillary y Tensing dieron saltos de júbilo en el techo del mundo! Con la alegría ya estoy añadiendo algo a la verdad encontrada y llevada a cabo. Y añadir es prerrogativa exclusivamente humana. No es extraño que un mundo relativista sea un mundo triste. No puede concebir la verdad como un encuentro y un encargo recibido. Por eso se sustituye por su tratamiento técnico. En él sólo cuenta el resultado, asunto del que ya te hablé. El resultado es el éxito de la eficacia. Si lo que nos interesa es la pura estadística de subir un pico de ocho mil metros: ¿dónde queda el sentido de la aventura, la emoción, la alegría? En ninguna parte: el resultado, una vez conseguido, deja paso al vacío, no deja nada tras de sí: es un momento, una formulación abstracta, una estadística, un currículum. Pero de esto te hablaré en otra carta. Ésta quizá me ha salido demasiado pretenciosa, y no ha sabido explicar lo que quería. Hasta muy pronto.

¿QUIÉN FUE SÓCRATES?


SÓCRATES

Gerardo Vidal Guzmán, Retratos de la antigüedad griega, Editorial Universitaria.


La sabiduría de la ignorancia


El s. IV en Grecia fue el siglo del genio. Esquilo, Fidias, Tucídides, y otros, marcaron a fuego esa época y le dieron un aspecto inconfundible que aún hoy la distingue entre todas las edades notables de la historia. Sócrates, ajusticiado el 399 a.C., fue quien cerró con broche de oro ese tiempo glorioso. Y quien elevó la filosofía a la altura a que habían llegado antes que ella la literatura, el arte o la historia.


Su genio fue, con toda seguridad, uno de los más venerados en la Grecia antigua. Su recuerdo y sus palabras fueron celosamente conservadas en el círculo de los filósofos y, después de su muerte, no sólo la Academia Platónica guardó su legado; también el estoicismo y el cinismo hicieron de él su patrono.


A pesar de esta estela de popularidad, Sócrates no fue hombre de consensos. Y si bien supo ganarse la devoción incondicional de sus discípulos, al mismo tiempo y con la misma facilidad se granjeó el desprecio y el odio enconado de buena parte de sus coetáneos. Y había razones para ello. Polemizó prácticamente con todas las corrientes de pensamiento importantes de su época, y siempre asumió una misión crítica en la sociedad y en la formación de la juventud. Fue venerado por sus discípulos, que hicieron de su pensamiento el punto de partida de una nueva época en la historia de la filosofía. Pero al mismo tiempo, fue caricaturizado, ridiculizado, perseguido, y finalmente, condenado a muerte. Tal vez era imposible que un hombre de su estatura intelectual y moral pasara desapercibido en la Atenas de su época.


Nació hacia el año 470 a.C. Su padre fue Sofronisco, un escultor, y su madre, Fenareta, una partera. Se casó con Jantipa, una mujer insoportable y de lengua viperina, a la que Sócrates decía estar acostumbrado a escuchar del mismo modo que oía los graznidos de los gansos. De ella se contaba que era la única persona en el mundo capaz de ganarle una discusión a Sócrates. No sin razón era unánimemente considerada la peor mujer de la antigüedad, un dudoso privilegio en una época ya de suyo machista.


La vida de Sócrates fue intensa. En su juventud le tocaron los mejores años de Atenas; fue espectador de primera fila cuando su ciudad asumió el liderazgo de la Hélade y se embelleció con las obras de los artistas más grandes de toda Grecia. Años más tarde fue también testigo de su decadencia; él mismo participó como hoplita en la guerra del Peloponeso, después de la cual la ciudad quedó sumida en un marasmo del que ya jamás se repuso.


La faceta que más definió su personalidad fue su docencia, aunque la desarrollaba con un tono de excentricidad bastante evidente. Sócrates era conocido en Atenas por su extraña costumbre de ir por los foros y los mercados formulando preguntas difíciles y poniendo en problemas a todo aquel que se animase a responderle. Era su peculiar forma de proponer su magisterio: la mayéutica.
Jamás escribió nada y esto no fue sólo casualidad. Probablemente respondía a una idea muy propia de Sócrates, según la cual la verdad no podía alcanzarse aprendiendo de otros, y mucho menos leyendo libros escritos en el pasado. Para Sócrates, la verdad constituía el fruto maduro de un esfuerzo personal, hecho en primera persona, que jamás podía reducirse a repetir las opiniones de otro después de haberlas aprendido de memoria. Era dentro de uno mismo donde residía la verdad y, por eso, se esforzaba por conducir a sus discípulos a través de preguntas, que los forzaran a encontrar dentro de sí la sabiduría que buscaban.


La mayéutica era precisamente esto. Sócrates decía que su trabajo era semejante al de su madre, Fenareta. Ella ayudaba a dar a luz los cuerpos; el oficio de Sócrates era ayudar a dar a luz los espíritus. Afirmaba que no pretendía enseñar, sino ayudar en el difícil parto de las ideas. Y lo hacía por medio de preguntas molestas, con las cuales pronto se ganó el apodo de “el tábano de Atenas”. Sócrates, de hecho, era un entrevistador difícil; tenía siempre en la punta de los labios una réplica aguda y no parecía jamás satisfecho por las respuestas.


Tan especial era el personaje que a muchos en Atenas debió de parecerles un excéntrico estrafalario, si no un loco. Su apariencia externa tampoco colaboraba a crearle buena fama; solía ir descalzo, con la túnica raída, y los atenienses de la época bromeaban diciendo que si a un esclavo lo hubieran obligado a vestir como vestía Sócrates, habría tenido que escapar. Aristófanes lo ridiculizó sin piedad alguna en sus comedias. En Las nubes lo presentó como un sofista, abstraído en cuestiones sin sentido y rodeado de estúpidos discípulos.


Pero Sócrates no era hombre que se alterase fácilmente ante las ofensas. Nada de extraño si se toma en cuenta el entrenamiento que le exigía su convivencia conyugal; solía decir que después de tratar a su mujer le era facilísimo tratar a todos los demás. Y a quienes se admiraban de su serenidad, les decía: “Y si un asno me hubiese dado una coz, ¿habría yo de citarlo ante la justicia?”.


Era hombre austero y vivía en pobreza. Se distinguía de los sofistas porque nunca cobraba por sus lecciones. Solía decir que quien comía con apetito no tenía necesidad de viandas exquisitas. Y, sino es invención de sus hagiógrafos, al ver la cantidad de cosas que se vendían en Atenas, gustaba de exclamar: “Cuántas cosas que no necesito”.


La más conocida de las sentencias socráticas es “Sólo sé que nada sé”. Una frase que condensaba buena parte de sus enseñanzas, ya que aun siendo aclama do por sus discípulos como sabio, buena parte de su vida la dedicó a exaltar la ignorancia y afirmar la suya propia. El oráculo de Delfos, sin embargo, no pareció estar de acuerdo con él y, según cuenta Platón en su Apología, de aquí derivaron buena parte de las enemistades que tuvo que soportar durante su vida, y que finalmente lo llevaron a la muerte.


Un compañero suyo, un tal Querefonte, preguntó al oráculo si había alguien en Grecia más sabio que Sócrates. Y la Pitia, sobreponiéndose a la vaguedad usual de las respuestas que se concedían en el santuario, afirmó que no. El mismo Sócrates quedó desconcertado con la respuesta. ¿Qué había querido decir el oráculo si él mismo no tenía ninguna conciencia de ser sabio? Y se dedicó a investigar. Comenzó a entrevistar a aquellos que usualmente pasaban por sabios. Y ninguno escapó a su examen: políticos, poetas, artesanos, militares… Sócrates llegó a la conclusión de que, a pesar de la fama de que gozaban, no eran más sabios que él mismo. Peor aun, cuando se esforzó por hacerles ver su ignorancia se enfrentó con su elevada autoestima: tenían tan alta opinión de sí mismos que les era imposible no tenerse por sabios. Nada extraño si, después de esta experiencia, adoptó como lema la frase que estaba esculpida en el oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.


Desde entonces quedó claro para Sócrates el sentido del oráculo. No era su sabiduría la que le había valido el título de sabio; era la conciencia de su ignorancia. La sabia ignorancia que exaltó como medida de su sabiduría: “Sólo sé que nada sé”. Ésta era la única sabiduría que Sócrates consideraba propiamente humana. La otra, la que pretendían tener sus enemigos, los sofistas, era “sabiduría sobrehumana”, de la cual él nada conocía.


Más que ningún otro, Sócrates fue merecedor con toda justicia del título de filósofo. Filosofía significaba etimológicamente “amor de la sabiduría”, no posesión de la sabiduría. Platón, el mayor discípulo de Sócrates, que siempre tenía el tino de encontrar una formulación metafórica adecuada, afirmaba en el Banquete que Eros, el personaje semidivino que representaba el amor, era hijo de dos divinidades: Poros (abundancia) y Penta (pobreza). De ambas se nutría el amor, y también el filósofo, que era “el amante de la sabiduría”. Y eso significaba que la filosofía no era para los “sabios” ni para los ignorantes; los primeros eran incapaces de amar la sabiduría, porque eran vanidosos engreídos que la consideraban posesión suya; los segundos, porque se encontraban satisfechos en su propia ignorancia. El amor de la sabiduría propio del filósofo se encontraba en el término medio; era la sabiduría que nacía de la conciencia de la propia ignorancia.


Desde Sócrates, la filosofía y toda la cultura de Occidente han manifestado reverencia por la conciencia de la ignorancia, y sumo interés por los límites del conocimiento humano. En ellos ha buscado remedio cada vez que la palabrería, las falsas certezas o la intolerancia ideológica han envenenado el ambiente intelectual. Justamente por eso Sócrates ha constituido una suerte de eterno punto de partida para el pensamiento.


Ahora bien, aunque haya tenido extrema conciencia de su ignorancia, Sócrates no era un simple. Por el contrario, era un hombre lleno de preguntas, y tenía también sus convicciones filosóficas. Y por lo que manifiesta su vida, extraordinariamente firmes; tanto que, cuando llegó el momento, estuvo dispuesto a morir por ellas. Porque si Sócrates combatió revolucionariamente todo conformismo y dogmatismo no lo hizo para convertirse en un escéptico y mucho menos en un cínico.


Lo que él enseñó fue el espíritu crítico, el inconformismo. Luchó siempre contra una sociedad que no admitía la discusión ni la crítica interna. Formó a los jóvenes con los que tuvo contacto en esta frecuencia. Y si la Atenas de su época lo acusó de corromper a los jóvenes, fue porque los incitaba a desconfiar de las opiniones comunes y de las actitudes gregarias.


Sea como fuere, el odio que finalmente lo llevó al cadalso se nutría, en su opinión, de dos acusaciones fundamentales: la de “investigar bajo la tierra y bajo el cielo” y la de “hacer débil la parte fuerte y fuerte la débil”. Y no dejaba de ser irónico que sus detractores consideraran a Sócrates un cosmólogo y un sofista, dos corrientes contra las cuales realizó las grandes batallas de su vida.


Los cosmólogos constituían la descendencia de Tales de Mileto y del impulso que él había dado a la ciencia física. Ellos eran los estudiosos que escudriñaban “bajo la tierra y bajo el cielo”. Como Anaxágoras de Clazomene, que había llegado a Atenas hacia el 460 a.C., y que fue con toda seguridad uno de los maestros de Sócrates. Anaxágoras se había destacado en el estudio de los fenómenos celestes; del estudio de un meteorito caído en Egospótamos en el 467 a.C. había concluido que los astros debían ser de la misma substancia que la tierra. Para Anaxágoras, el sol era una roca incandescente algo mayor que el Peloponeso, y la luna, una segunda tierra habitada por seres vivos. Sus teorías cosmológicas eran muy variadas: explicaban las fases lunares, los eclipses, los vientos, las inundaciones y los terremotos. El mundo entero era para él objeto de investigación racional. Y aunque hoy se requiera una dosis de buena voluntad para tomar en serio sus razonamientos científicos, en su época era un investigador audaz y notable. Para todo buscaba una explicación causal y prácticamente no dejaba lugar alguno a los mitos en la tarea de responder a las preguntas que planteaba el mundo tísico.


Nada extraño que una personalidad como la suya haya generado Sospechas de ateísmo. Porque eso fue lo que pasó; el año 432 tuvo que sufrir un proceso bajo el cargo de impiedad. Los tribunales fallaron en su contra y Anaxágo05 terminó en el exilio, en la ciudad de Lampsaco, en Jonia. Allí parece haber vivido el destierro con bastante dignidad ya que, según se cuenta, solía decir: “Son los atenienses los que se privan de mí”.


Pues bien, éste era el tipo de proceso que los atenienses tenían en mente cuando acusaban a Sócrates de “investigar bajo la tierra y bajo el cielo”. Era Una forma de tacharlo de ateo y de blasfemo ante los ojos de la obtusa mentalidad corriente, para la cual lo que había “bajo la tierra y bajo el cielo” no era algo para estudiar, sino para adorar.


En sus años de juventud, Sócrates había entrado en contacto con Anaxágoras y con toda seguridad había conocido la tradición de pensamiento de la ciencia jónica. Tal vez se consideró por algún tiempo un cosmólogo. Pero muy pronto comenzó a distanciarse de sus posiciones. Y supiéralo él o no, al hacerlo estaba estrenando nuevos horizontes para el pensamiento.
Sócrates no tenía muy buena opinión de la ciencia cosmológica. Pero más que por ella misma, por las pretensiones totalizantes que había alimentado. Seguramente no veía en sus cultores la conciencia de la ignorancia que él tanto había exaltado. Y hubo al menos un punto donde los contradijo abiertamente.


El gran tema de Sócrates, y el punto de fricción con los cosmólogos, fue el hombre. Y esto no era cosa de poca monta. Antes de Sócrates los filósofos habían orientado lo mejor de sus esfuerzos a la comprensión del mundo físico; después de él y tras sus huellas, el panorama de la filosofía adoptó un tono esencialmente antropocéntrico.


Sócrates conectó a la filosofía con el profundo humanismo que florecía en la Atenas de su época. Durante todo el s. y a.C. el hombre había enseñoreado la literatura, el arte y la cultura en general. El Coro de la Antígona de Sófocles proclamaba “Muchos son los portentos, pero nada más portentoso que el hombre”; la perfección del cuerpo humano constituía el motivo de inspiración principal de la escultura de Mirón, Fidias y Policteto. La arquitectura había abandonado el colosalismo oriental para adquirir dimensiones humanas, y también la política se orientaba hacia formas democráticas, “a medida de hombre”. Incluso los dioses habían abandonado ya para siempre la apariencia animal, para vestirse de hombres perfectos. Y si la cultura estaba concertadamente exaltando en todas sus notas la centralidad del ser humano. Sócrates fue quien trajo el tema a la especulación filosófica, y le dio un contenido con su doctrina del alma. Aunque tuvo que hacerlo en polémica con la ciencia natural.


Entre las preocupaciones de los cosmólogos, la del arjé constituía seguramente la más importante. Debajo de ella se encontraba la búsqueda de la naturaleza última del cosmos, Dos siglos antes, Tales había inaugurado la discusión proponiendo el agua como arjé de todos las cosas. Y después de él no habían cesado de proponerse diversas respuestas para el mismo problema: el aire, el fuego, lo indeterminado, los átomos, los elementos.


Por su carácter general, esta discusión presidía todas las demás. Los cosmólogos solían insertar los temas de debate dentro de ese marco, que obviamente venía a incidir en todo el resto. Porque con cierta razón consideraban que, una vez descubierto ese secreto, la realidad entera se había rendido a sus esfuerzos. Y el tema del alma no era excepción.


Dos de los más notables cosmólogos de la época ya habían dado sus respuestas al respecto. Para Empédocles de Agrigento, el alma era, como todas las demás cosas de la naturaleza, el resultado de una combinación de los cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego. Una combinación tal vez más sutil y delicada que la que formaba una mesa o una piedra, pero otra combinación más, al fin y al cabo. Para Demócrito de Abdera, el alma estaba compuesta, como todas las demás cosas, de átomos y vacío. Seguramente átomos más finos que los que formaban un leño seco o una roca, pero átomos en definitiva.


Sócrates polemizó crudamente contra estas concepciones antropológicas que la cosmología de su época ofrecía. El consideraba que existía algo en el hombre que no podía recibir una explicación digna a partir de las categorías de Empédocles o de Demócrito; que existía un principio, una chispa divina en cada ser humano, que no podía explicarse por medio de burdas teorías de átomos o elementos. Con esta sola protesta Sócrates estaba inventando la noción de alma espiritual y, al mismo tiempo, haciendo sonar una campana de alarma frente a la arrogancia de una ciencia que pretendía tener la última palabra en todo.


Con este trasfondo protagonizaron Sócrates y los cosmólogos la primera batalla entre dos concepciones opuestas del hombre: una materialista, a la que le bastaba hablar de átomos o elementos, y otra espiritualista que, aun sin negar la anterior, consideraba necesario complementarla con un principio que desbordaba la materia. Fue el primer capítulo de un combate perennemente renovado a lo largo de los siglos.


La afirmación de la espiritualidad del alma humana estuvo ligada al fenómeno del conocimiento racional. Porque fueron las carencias de los cosmólogos en este punto las que estimularon a la cultura griega a seguir las huellas de Sócrates.


Y no podía ser de otro modo. Cuando los cosmólogos intentaban dar una explicación de los fenómenos de la razón y del conocimiento, debían hacerlo con sus mismos términos. Empédocles, por ejemplo, afirmaba que los cuatro elementos que había en nuestro interior reconocían los elementos del mundo exterior. De este modo, la percepción sensorial equivalía a una mezcla física de elementos similares. Por el fuego se reconocía el fuego; por el agua, el agua, y así sucesivamente. Demócrito lo explicaba con otra teoría igualmente burda. Afirmaba que corrientes de átomos traían, a través de los órganos sensoriales, imágenes del mundo exterior... Se trataba de propuestas bastante toscas, pero era lo mejor que los cosmólogos podían hacer en los estrechos límites de sus sistemas.


Aun así, era obvio que tales explicaciones resultaban rudimentarias para explicar el caudal de conocimientos que ya había hecho propio la cultura griega. Y especialmente mezquinas para explicar el gran orgullo del conocimiento griego: las matemáticas. Porque era precisamente el cultivo de las matemáticas el que revelaba la naturaleza espiritual del alma. Y de ahí lo tomó Sócrates, arrancando sus secretos al ghetto pitagórico.


En la comunidad de Pitágoras el estudio de las matemáticas, justamente por su independencia de la percepción de los sentidos, constituía una forma de iniciación. Ella equivalía a salir de este cuerpo en que se hallaba encerrada el alma, evadir el falaz mundo de los sentidos, dominado por el cambio y la multiplicidad, y entrar en otra dimensión. Las matemáticas eran la ciencia de lo inmutable y de lo eterno, y ponían en contacto con otro mundo. Al aprender matemáticas el alumno cerraba los ojos al mundo exterior y, reconcentrándose pacientemente en su interior, era capaz de reconstruir una sabiduría que no provenía de libros ni de maestros, sino de sí mismo. Y como cuenta Platón en el Menón, así lo demostró Sócrates: incluso un esclavo sin ninguna instrucción era capaz de hallar dentro de sí las respuestas para los problemas matemáticos, si tenía alguien que le orientara a través de preguntas adecuadas. Porque no en libros, sino dentro de uno mismo encontraba el hombre la verdad, decía Sócrates.


Sócrates sintió el influjo y la fascinación por las matemáticas y la prefirió a la cosmología. Mientras esta última se dedicaba al mundo de los sentidos, la matemática versaba sobre entidades que no pertenecían a este mundo, que no se conocían por los sentidos, y cuyas verdades no eran factuales sino de necesidad racional. Y especialmente la geometría constituyó para Sócrates un argumento de la existencia del alma espiritual. Porque si los objetos geométricos no eran conocidos por los sentidos, sólo podían ser conocidos por un alma espiritual, que fuera connatural a ese mundo de realidades matemáticas.


Los triángulos y círculos que se encontraban en la naturaleza servían como señales o copias variables de las formas ideales con que el geómetra operaba. No existían en la naturaleza ni auténticos triángulos equiláteros, ni círculos perfectos ni verdaderas líneas paralelas. Esto significaba que las matemáticas ponían al hombre en contacto con un mundo que no era el de la materia. Y si los hombres conocían las verdades de ese mundo —de hecho, su conocimiento estaba latente en todos ellos—, debían poseer ese conocimiento, pensaba Sócrates, porque su alma estaba en contacto con las ideas geométricas y participaba de su misma naturaleza espiritual. El alma era la puerta de acceso a esa otra dimensión que constituían las matemáticas.
Esta alma espiritual, capaz de trascender a la disolución de la materia, fue la más importante de las herencias que Sócrates dejó a sus discípulos. Y su muerte, abrazada voluntariamente, realzó su magisterio sobre la inmortalidad. Su principal discípulo, Platón, consignó sus argumentos sobre la pervivencia del alma en su diálogo Fedón, protagonizado por Sócrates poco antes de afrontar la condena que lo llevó al cadalso. Mas fue su muerte la que selló definitivamente su esperanza filosófica en el más allá.


Pero Sócrates no sólo polemizó con los cosmólogos; también se le contó entre los más acérrimos enemigos de los sofistas. La sofística fue un movimiento cultural e intelectual que se contrapuso radicalmente a las ideas dominantes del periodo precedente, penetrado por la religiosidad homérica y sostenido por la íntima convicción de la perfecta armonía entre naturaleza y ley (physis y nomos)


La sofística sometió a crítica radical los elementos fundamentales de la cultura: la lengua, la religión, la moral, el Estado y el derecho. Si todas ellas se presentaban en diversas formas en los distintos pueblos, para los sofistas esto sólo podía significar que eran el resultado de una convención y no una exigencia de la naturaleza. Toda verdad era relativa; no absoluta. Y el gran instrumento de esta verdad, fundada en el interés, era la retórica cuyos más grandes maestros eran los sofistas. De ahí la segunda acusación contra Sócrates, de “hacer débil la parte fuerte y fuerte la débil”. Como Gorgias, que se había permitido “hacer fuerte la parte débil” escribiendo un discurso en elogio de Elena.


Esto tenía particular relieve en un campo en que el filósofo se encontraba especialmente implicado: el de la ética. La preocupación moral de Sócrates era el principal estímulo de su docencia. La corrupción de la moral privada y de la vida pública en Atenas era una cosa evidente por aquellos años; Túcídides así lo había mostrado en sus escritos sobre la Guerra del Peloponeso, y Sócrates había hecho suya la misión de combatir ese oscurecimiento que pesaba sobre la ciudad.


Pero la doctrina sofística parecía avalar todo relativismo que regía la vida de los atenienses. En el campo de la moral los sofistas negaban la existencia de cualquier norma absoluta, oponiendo a la naturaleza, en la que se pretendía fundamentar ciertas normas de carácter universal, la ley y las costumbres propias de cada pueblo. Según los sofistas, lo justo, lo bueno, lo honesto eran aquello que el hombre o la sociedad consideraban justo, bueno y honesto. No existían en moral, como en ninguna otra cosa, puntos de referencia absolutos y universales.


Sócrates se opuso con toda su energía a este relativismo. Y para ello echó mano de lo que había descubierto en las matemáticas: que existía un mundo de realidades suprasensibles al que el hombre tenía acceso por su alma. Y si en matemáticas estas realidades eran la idea del triángulo, del círculo y de la esfera, en ética eran la idea de la justicia, de la bondad y de la honestidad. Y con esta convicción respondió a los sofistas que sí existían puntos de referencia absolutos, sólo que no estaban en este mundo sino más allá de él.


Sócrates estaba convencido de que la virtud podía aprenderse y que para ello era preciso aplicar el mismo método de las matemáticas. Se trataba de extender la claridad y certeza de los conceptos matemáticos a los conceptos éticos. Si los matemáticos trabajaban con triángulos perfectos y con círculos ideales, también el hombre ético debía orientarse, no por lo que los demás consideraban ser el bien o la justicia, sino por el conocimiento del bien y de la justicia perfectas. Un conocimiento al que el hombre tenía acceso, al igual que en matemáticas, por su alma, y para el que tampoco necesitaba de libros ni maestros.


Y Sócrates, el “tábano de Atenas”, pretendió suscitar el conocimiento de la ética en sus conciudadanos con la misma modalidad con que había despertado el conocimiento matemático en el esclavo del Menón. Un conocimiento que no provenía de los sentidos y que debía despertarse como un recuerdo del alma, ya casi sepultado por su encierro en la materia. Según Sócrates, era este recuerdo el que ponía al hombre en contacto con la idea de la justicia y la honestidad, de las que podía deducir, como teoremas, las normas éticas para su vida.


Fue precisamente esta convicción la que fundamentó el método socrático de enseñanza. Porque la ironía y la mayéutica eran esencialmente una forma dialógica de encontrar la verdad, no a través de una serie de verdades que el alumno debía aprender mansamente del maestro, sino de una conversación en la que el maes1ro, a través de hábiles preguntas al respecto de un tema, iba dejando al descubierto la ignorancia del discípulo y permitiéndole, al mismo tiempo, sacar de él
Sócrates paseaba por las calles de Atenas y se encontraba con un militar, con un político, con un artesano y, de acuerdo a su método, comenzaba una conversación sobre algún tema: la justicia, el bien, la valentía. La idea de Sócrates era llegar a la definición, a la idea general de la virtud sobre la que interrogaba. En el fondo, el método socrático correspondía a una aplicación del método geométrico a los problemas morales. Los geómetras reducían todas las formas a un repertorio de figuras ideales e intentaban dar una definición que comprendiese las propiedades esenciales de cada una de ellas. El conocimiento de estas figuras les permitía trabajar y resolver problemas. Pues bien, la idea de Sócrates era llegar a tener de las virtudes conceptos tan precisos como aquellos con que trabajaban los geómetras, de forma que la moral pudiese aprenderse como las matemáticas.


Y en ese esfuerzo se pasó la vida interrogando a sus conciudadanos y exhortándolos a no preocuparse de las riquezas, el poder político o la fama, sino de la verdad, la virtud y el cuidado de su alma. Eso fue lo que Sócrates consideró su vocación, como cuando comparó su esfuerzo al de un tábano sobre la grupa de un caballo algo inclinado a la pereza: estimular, aguijonear y sermonear. Obviamente, un personaje incómodo para todos, y para algunos, detestable.
Como dijimos al inicio, Sócrates supo granjearse, junto con el cariño de sus discípulos, el odio de sus enemigos. Al fin de la Guerra del Peloponeso, el año 404 a.C., se instaló en Atenas el gobierno de los Treinta Tiranos, afecto a la vencedora Esparta. Sócrates no huyó de Atenas, a pesar de la abierta hostilidad del nuevo régimen por la filosofía. Más aún, lo desafió abiertamente negándose a colaborar en sus purgas. Y tal vez eso hubiera sido suficiente para acabar con él. Pero inesperadamente las circunstancias políticas dieron una vuelta más, y al año siguiente un nuevo gobierno democrático reemplazaba al que Esparta había entronizado.


El nuevo régimen tampoco manifestó simpatías por Sócrates. Y cuando el 399 a.C., Amito, Melito y Licón lograron llevarlo ante los tribunales de la ciudad, seguramente muchos atenienses lo aplaudieron. La acusación principal fue la de corromper a los jóvenes. Aunque en realidad el juicio sólo expresaba el encono que había suscitado su magisterio en muchos personajes notables de la época, a los que Sócrates había puesto en evidencia.


De todos modos, tal vez nadie previó el desenlace de la acusación; una condena a muerte no entraba ni siquiera en el horizonte de los más agresivos detractores de Sócrates. Y, sin embargo, los acontecimientos se orientaron en esa dirección y Sócrates, más que luchar contra ellos, los alentó.


Seguramente vio en la muerte la posibilidad de sellar de forma grandiosa su propia existencia dedicada a la filosofía y a la docencia. Y no quiso ahorrársela.


Como él mismo decía, la muerte que le daban sus verdugos se adelantaba muy poco a la que la naturaleza había establecido. Tenía ya alrededor de setenta años, y hubiera sido mezquino huir del destino.


En la muerte de Sócrates hubo rasgos típicamente griegos. Sobre todo había algo que recordaba lo que Homero había llamado “morir bellamente”. La muerte digna era justamente lo que ennoblecía a los héroes homéricos; con ella sellaban su vida y se elevaban al cielo de la fama. Y Sócrates, aunque ya no tenía la juventud de un Aquiles, enfrentó su condena con la misma conciencia de que la vida no era tan importante como para salvarla a cualquier precio, y de que era grande y noble despreciar la muerte por algo mayor que ella.


Sócrates podría haber evadido de muchas formas la sentencia. Cuando sus acusadores lograron convencer al tribunal de que efectivamente corrompía a la juventud, podría haber conmutado su condena por una multa que sus discípulos estaban más que dispuestos a pagar. O, en última instancia podría haber pedido el destierro. Y sin embargo, cuando le llegó la hora de hablar después que la sentencia había sido dictada, sorprendió a todos solicitando que se le conmutara la pena de muerte por 105 honores que usualmente se concedían a los grandes benefactores de la polis: pidió ser alojado en el Pritáneo, el edificio en donde Atenas recibía a sus más ilustres ciudadanos. Porque tenía la íntima convicción de que no había corrompido a los jóvenes, sino que los había educado en el espíritu crítico contra todo gregarismo; Y porque pedir el destierro o una multa hubiera significado validar la justicia de su propia condena. Y para Sócrates eso hubiera equivalido a traicionar en el último momento la misión de toda su vida.


El gesto, en toda su teatralidad, dejó sin opción a los jueces. La inmensa mayoría seguramente hubiera aceptado cualquier conmutación que Sócrates hubiera solicitado. Pero el jurado no podía desautorizar su propia sentencia realizando lo que Sócrates pedía. Y así fue condenado a muerte.
En cierto modo, Sócrates vio una incongruencia en evitar su destino y prefirió afrontar la muerte antes que cuestionar, en el último momento, la vida que había llevado y la misión que había asumido. Y razonó con lógica heroica: ni siquiera cuando servía como hoplita en el ejército ateniense había huido del peligro. ¿Por qué iba a desertar ahora, ya viejo, cambiando algunos años de des- honra a costa de manchar su vida y su conciencia?


En esta imprudencia socrática había mucho de heroísmo homérico, un concepto antiguo que asumía con él contenidos nuevos. Durante toda su vida Sócrates había actuado en consonancia con lo que consideraba un deber; al dejar expuesto la falsa sabiduría de personajes influyentes se había acarreado el odio y, en última instancia, la muerte. Sócrates, sin embargo, se vanagloriaba de no arrepentirse de ello. Porque consideraba que para el hombre noble, la justicia importaba infinitamente más que la propia vida. Y a quienes lo habían injustamente acusado y condenado, recordaba que su posición era preferible a la de ellos, porque siempre es mejor “sufrir el mal que cometerlo”.


Sócrates afrontó la muerte con dignidad. Después de beber la cicuta tuvo que increpar a alguno de sus discípulos que lloraba desconsolado, diciéndole que había hecho salir de la celda a Jantipa, su mujer, para evitar escenas en esos momentos. Y así murió, con entereza filosófica y, sobre todo, con la moderada esperanza de otra vida, en la que pudiera hablar con Homero y con Hesíodo, y con tantos otros hombres notables que seguramente serían mejor compañía para él, que la envidia y el encono que le había dispensado su propia ciudad.

¿QUÉ ES LA TRASCENDENCIA?


EL HOMBRE ES "CAPAZ" DE DIOS


El deseo de Dios


El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar.


La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19,1).


De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso:
“El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,26-28).


Pero esta "unión íntima y vital con Dios" (GS 19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas, el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios y huye ante su llamada.


"Que se alegre el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, "un corazón recto", y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.
“Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti” (S. Agustín, Conf. 1,1,1).


Las vías de acceso al conocimiento de Dios


Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas "vías" para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también "pruebas de la existencia de Dios", no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de "argumentos convergentes y convincentes" que permiten llegar a verdaderas certezas.


Estas "vías" para acercarse a Dios tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana.


1. El mundo: A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo.
San Pablo afirma refiriéndose a los paganos: "Lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rom 1,19-20; cf. Hch 14,15.17; 17,27-28; Sb 13,1-9).


Y Agustín de Hipona: "Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo...interroga a todas estas realidades. Todas te responde: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión ("confessio"). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza ("Pulcher"), no sujeta a cambio?" (Serm. 241,2).


2. El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La "semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (GS 18,1; cf. 14,2), su alma no puede tener origen más que en Dios.


El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas "vías", el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, "y que todos llaman Dios" (S. Tomás de A., S.Th. 1,2,3).
Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger esa revelación en la fe. Aunque las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana.

(….) Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón:


“A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas” (Pío XII, enc. "Humani Generis": DS 3875).


Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre "las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error" (Tomás de A.,S.Th. 1,1,1).



¿Cómo hablar de Dios?

(…) Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios lo es también. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar.


Todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Las múltiples perfecciones de las criaturas (su verdad, su bondad, su belleza) reflejan, por tanto, la perfección infinita de Dios. Por ello, podemos nombrar a Dios a partir de las perfecciones de sus criaturas, "pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5).


Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios "inefable, incomprensible, invisible, inalcanzable" con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios.


Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder expresarlo, no obstante, en su infinita simplicidad. Es preciso recordar, en efecto, que "entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea mayor todavía" (Cc. Letrán IV: DS 806), y que "nosotros no podemos captar de Dios lo que él es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con relación a él" (Cf. S. Tomás de Aquino., S. Gent. 1,30).



RESUMEN


El hombre es por naturaleza y por vocación un ser religioso. Viniendo de Dios y yendo hacia Dios, el hombre no vive una vida plenamente humana si no vive libremente su vínculo con Dios.


El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en quien encuentra su dicha."Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, no habrá ya para mi penas ni pruebas, y mi vida, toda llena de ti, será plena" (Agustín de Hipona, Conf. 10,28,39).

Cuando el hombre escucha el mensaje de las criaturas y la voz de su conciencia, entonces puede alcanzar a certeza de la existencia de Dios, causa y fin de todo.


(…) El Dios único y verdadero, nuestro Creador y Señor, puede ser conocido con certeza por sus obras, gracias a la luz natural de la razón humana.


Nosotros podemos realmente nombrar a Dios partiendo de las múltiples perfecciones de las criaturas, semejanzas del Dios infinitamente perfecto, aunque nuestro lenguaje limitado no agote su misterio.


"Sin el Creador la criatura se diluye" (GS 36).

¿QUÉ ES LA VERDAD?


LA VERDAD DE LAS COSAS,CONCEPTO OLVIDADO (Fragmento).
Josef Pieper.


Si se pasa revista a cualquier libro filosófico de la época actual, casi con toda seguridad no se encontrará ni el concepto ni siquiera la expresión “verdad de las cosas”. Esto no es casual: en la generalidad del pensamiento filosófico de nuestro tiempo, no existe lugar para ese concepto; por así de­cirlo, “no está previsto”. Ser verdad es algo que se puede decir de pensa­miento y de ideas, de frases y de opiniones, pero no de cosas. Nuestro juicio sobre la realidad puede ser verdadero (o también falso), pero calificar las realidades mismas —las “cosas”— de verdaderas es algo que nos parece absurdo y carente de sentido: ¡las cosas son reales, pero no “verdaderas”! Si se considera este hecho desde el punto de vista histórico, se ve que se trata de algo más que una simple renuncia a la utilización de un determinado con­cepto o de un término concreto. No se trata simplemente de una ausencia por así decirlo “neutral”, o de una forma particular de ver las cosas. Antes bien, esta no utilización y esta ausencia del concepto “verdad de las cosas”, son el resultado de un largo proceso de presiones y fraudes: o sea, para decirlo de forma algo menos agresiva, de un proceso de eliminación.

Ahora bien, ¿cuál es el significado originario del concepto “verdad de las cosas”? ¿Qué es lo que se dice exactamente cuando se califican las cosas, las propias realidades, de verdaderas? Quiero intentar el contestar a estas preguntas lo más claramente posible. No obstante, antes de ese intento, quisiera hacer dos observaciones. La primera es que el concepto “verdad de las cosas” forma parte de toda una trama, se podría decir que pertenece a una constelación de conceptos emparentados, de los que resulta sencillamente imposible hablar aquí: esto significa que aquí no se pueden desarrollar, ni todas las relaciones, ni todo el ámbito de la doctrina de la verdad de las cosas; por el contrario, me he de limitar a la explicación de algunos puntos impor­tantes aislados.

La segunda observación es que mi intención consiste en pre­sentar una formulación concreta de esta doctrina, cual es la contenida en la obra de Santo Tomás de Aquino: ciertamente puede decirse, sobre este pensador filosófico-teológico del siglo XIII, que en él —en cuanto “maestro general” (según se le ha llamado)— se da una categoría creadora realmente extraordinaria, no tanto por su genialidad personal sino por el altruismo auténticamente creador con el que presenta en su obra la polífona multipli­cidad de las posibles afirmaciones universales y hasta exige que se abran paso incluso, por encima de su propia condicionalidad histórica. De este modo, en la Summa teológica no habla tanto el autor individual Tomás de Aquino (a pesar de que, naturalmente, ese desprecio de sí mismo supone una extraordinaria energía intelectual del propio pensamiento), no habla —en mi opinión— solamente ese profesor individual de la Universidad de París, sino que hablan los labios de la gran tradición de la sabiduría humana misma.

Así pues, repetimos una vez más: ¿qué significa “verdad de las cosas”? Primero: “verdad” en este caso no involucra un significado distinto al del propio concepto de “verdad”, tomado en sentido general. Cuando califico las cosas de “verdaderas”, y cuando aplico el adjetivo “verdadero” a un pen­samiento o a una afirmación, en ambos casos hablo de la misma cualidad.

¿Qué significa esta cualidad? En primer lugar, verdad no es algo abstracto que se pueda considerar aisladamente, sino algo que se concibe esencial­mente asociado a un intelecto: dicho más exactamente, asociado a un ente capaz de conocer espiritualmente. La verdad es algo que existe mediante el acto de un intelecto, mediante el acto del conocimiento espiritual. Por otra parte, la verdad guarda una relación esencial con la realidad objetiva. No se puede hablar de verdad, y realmente tampoco lo hace nadie, si no se habla de un sujeto que conoce: o bien, por lo menos de un sujeto que es capaz de conocer, por una parte, y al mismo tiempo de algo real objetiva­mente que puede ser objeto de conocimiento. La verdad es la relación entre el espíritu conocedor y la realidad objetiva que tiene lugar mediante el acto del conocimiento. Pues bien, ¿qué es lo que sucede mientras conocemos? Es decir, ¿qué diferencia existe entre los entes cognoscibles y los entes no cognoscibles? Responderé citando, casi textualmente, a Santo Tomás de Aqui­no: los entes no cognoscentes —es decir, los entes que por su naturaleza no son aptos para conocer (en el sentido de entender)— están limitados a su propia naturaleza y esencia; son ellos mismos y no otra cosa. Por el contrario, los entes cognoscentes no se limitan a lo que son en sí mismos, no tienen solamente su propia naturaleza y esencia, sino que están en condiciones y son capaces de tener también las esencias de otras cosas; no tienen unas fronteras cerradas, sino abiertas. La capacidad del conocimiento espiritual no es en realidad otra cosa que la receptividad abierta a toda la realidad. Nos hemos preguntado: ¿qué sucede mientras conocemos? Sucede que el conocedor capta la esencia de una cosa objetivamente real, la aprehende en el interior de sí mismo, para luego allí fijarla y conservarla. Cómo tienen lugar en detalle esta comprensión y captación, esta fij ación y conservación, no es algo fácil de describir. De cualquier modo, puede decirse que a través del conocimiento tiene lugar una forma particular de acuerdo, una cierta compenetración –conformidad, identidad, acoplamiento–, una adecuación entre dos extre­mos: lo que está “fuera” del sujeto conocedor, o sea, la realidad objetiva (por una parte); y (por otra parte) lo que está “dentro”, lo que en este momento penetra en el interior del sujeto conocedor a través del acto cognoscitivo (en forma de representación, concepto, pensamiento, juicio, etc.). Así se llega a lo que los antiguos habían definido como “adaequatio rei et intellectus”, a la educación de la cosa con el entendimiento.

Esa equiparación y esa adecuación están caracterizadas, en concreto, por dos hechos. En primer lugar, la adecuación no se lleva a cabo mediante ninguna otra cosa diferente a la actividad del intelecto, o sea del sujeto conocedor. En segundo lugar, en relación con el contenido de la igualdad (adecuación), el sujeto no presenta empero un significado decisivo: antes bien, el sujeto se dirige precisamente hacia la realidad objetiva, tiene for­zosamente que dirigirse hacia el objeto. (De lo contrario, nadie podría hablar de auténtico conocimiento, pues auténtico conocimiento es precisamente lo mismo que conocimiento “verdadero”.)

Los antiguos —y particularmente otra vez Santo Tomás de Aquino— utilizan aquí el concepto de medida, del que da la medida y del que recibe la medida: “mensura, mensurare, mensurari.” Este antiquísimo concepto de la medida, que con toda seguridad podría seguirse retrospectivamente hasta Pitágoras, tiene evidentemente un significado no cuantitativo: de la misma manera a como tampoco lo tienen nuestras palabras “comedido” o “marcador de la medida”. Es el tipo de causalidad que reviste el modelo con relación a la copia, el original respecto a lo imitado, el boceto en relación con lo hecho según” y “de acuerdo” con el boceto. El modelo, el original, el boceto... dan la medida, la copia, la imitación. lo hecho según el boceto son los receptores de tal medida. Mediante esa donación o recepción de medida tiene lugar un determinado tipo de igualdad: de adecuación, o de equivalencia, o incluso de identidad; sin tal identidad, no podríamos hablar en absoluto de un modelo, ni tampoco de una copia.

Precisamente ese tipo de identidad —de adecuación, de correspondencia. de igualdad de formas—, esa adaequatio (entre la realidad objetiva y el espíritu conocedor) es lo que se quiere expresar con el concepto “verdad”. Cuando califico una frase o un juicio como “verdadero”, quiero significar con ello que esta frase o este pensamiento —a pesar de que sólo tiene existencia en virtud de la actividad del sujeto conocedor— recibe su medida de la realidad objetiva de las cosas: de modo que siempre existe, entre la realidad objetiva y el pensamiento, exactamente el mismo tipo de identidad que la que inevi­tablemente se nos presenta ante los ojos en cuanto pensamos en la relación entre el modelo y la copia, o entre el boceto y lo realizado según él, o entre el original y la imitación.

Y ahora surge la pregunta propiamente dicha: ¿qué sentido tiene califi­car a las cosas, o las propias realidades objetivas, de “verdaderas”? En rea­lidad, la respuesta ya se ha dado. Cuando designo a las cosas como “verdade­ras” quiero decir: primero, que también en las cosas tiene lugar algún tipo de relación con un conocedor; y —segundo—, que esa relación es de tal tipo que entre la cosa por una parte y el conocedor por otra existe precisamente la misma identidad, o igualdad, o adecuación, que la que hay entre el original y la copia, esa “adaequatio rei et intellectus” que expresa el con­cepto de “verdad”.

Naturalmente la cuestión inmediata será la siguiente: ¿existe realmente esto así? ¿Existen cosas que sean bocetos de un pensamiento originario? ¿Existen pensamientos que sean bocetos de cosas hechas “según” y “de acuerdo” con dichos bocetos? ¿Existe realmente algo parecido a pensamientos dadores de medida y cosas receptoras de tal medida? Como fácilmente se comprende, lo preguntado equivale a lo siguiente: ¿existe un conocimiento creador? ¿Existe la realización de algo real mediante el conocimiento?

A este respecto se debe contestar que, evidentemente, todas las cosas hechas por el hombre —tanto las obras de la técnica (autos, puentes, casas) como las creaciones del arte (poesías, sinfonías, cuadros)— han recibido efectivamente la medida dada por el conocimiento creador del artista o del constructor. Ello significa que todas estas obras están realmente, por sí mis­mas, en una relación de “identidad” con un espíritu conocedor: tal espíritu es el pensamiento, el modelo (el boceto, el original) y la obra que ahora se presenta como realidad objetiva es la imitación (lo realizado según el boceto, la copia). Las cosas “artificiales” —es decir, las que han sido hechas por el hombre— son realmente lo que son en virtud de su adecuación con el boceto, previamente existente, radicado en el espíritu conocedor del artífice que las ha hecho.

Al llegar al presente punto, precisa hacer una importante observación colateral: he dicho que las cosas artificiales, las “res artificiales”, son lo que son merced a su adecuación con el boceto. Así pues, aquí se habla exclusiva­mente de la esencia de las cosas, de aquello que son, no de su existencia. Evidentemente, las cosas no adquieren el ser mediante el simple hecho de quedar esbozadas; además de ello se necesita todavía otra cosa, por ejemplo, la actuación de la voluntad o de las manos. En todo caso, por ejemplo, el ideador (o el constructor, o el inventor) de un nuevo tipo de motor, no deja de tener del todo razón cuando —antes de haberse construido el auténtico modelo—, tras señalar los dibujos que muestran el proyecto de construcción, dice: “aquí está el nuevo motor.”

Pero volvamos al concepto de “verdad”. A pesar de que ya no se utilice en el lenguaje hablado de nuestros días, puede calificarse con toda razón a un puente, o una casa, o un cuadro, de “verdaderos”: queriéndose significar con ello que tal obra se corresponde realmente con el modelo existente en el espíritu del constructor. Es éste sobre todo, el artífice o el constructor, quien en definitiva está más en condiciones de enjuiciar si se da realmente o no esa correspondencia con el boceto proyectado. El artista está perfectamente en condiciones de decir refiriéndose a su propia obra: efectivamente, se ha logrado lo que se quería significar con ello; “está de acuerdo”, es decir, está de acuerdo “con~~, o ‘se corresponde” con lo que yo había pensado; es “ver­dadero” (o bien “no es verdadero”). Naturalmente, no se trata de la palabra “verdadero”, sino que de lo que realmente se trata es de que la relación que se quiere significar con ese vocablo no desaparezca de la conciencia. Pero lo que se quiere decir con la expresión “verdad de las cosas” es realmente esa misma relación de identidad (entre cosa y conocimiento, entre res e inte­llectus): sobre ello se basa y constituye la verdad de una frase, asentándose en las cosas —en la res—, en la realidad objetiva; por ejemplo, en todas las obras técnicas y artísticas realizadas según un proyecto o boceto humano, siendo lo que son en virtud de su correspondencia con el modelo (boceto u original) en el espíritu creador del artífice.

He dicho “por ejemplo” al hablar de las obras realizadas por el hombre. Naturalmente, sin embargo, el concepto “verdad de las cosas” adquiere verda­dera importancia en cuanto deja de hablarse de las “res artificiales”: esto es, cuando uno se refiere a las cosas “naturales”, a las que el hombre no ha hecho y ante las que se encuentra en el mundo. Dicho de forma más concreta: el con­cepto “verdad de las cosas” adquiere su importancia decisiva en el instante en que se refiere a la objetiva realidad de la piedra, de la planta, del animal y—de forma muy especial— del propio hombre.

Permítanme de nuevo otra breve observación al margen: la Filosofía (y la Teología) pre-modernas acentuaron muy firmemente esta diferencia­ción entre “res naturales” y “res artificiales”, entre cosas creadas y cosas hechas. Y habremos de hablar todavía de la coincidencia extraordinaria de esto con la Filosofía inmediatamente contemporánea, por así llamarla: es decir, con la Filosofía post-moderna, por ejemplo, con el existencialismo de carácter sartreano. Por el contrario, en la actividad filosófica moderna pro­piamente dicha (entre el pensamiento pre-moderno, antiguo o medieval, y el moderno), toda diferenciación entre la realidad artificial y la natural apenas se cita; en todo caso, no se acentúa dicha diferenciación en forma alguna. Más bien a la conciencia moderna le parece actuar de forma particular­mente “realista” el hablar del río, o del bosque, o de la montaña (por una parte) y del puente, o de la fábrica, o de la ciudad (por otra), como com­ponentes de una realidad, “nuestro mundo”.

Ahora se plantea la cuestión de si este concepto de “verdad” puede aplicarse realmente y con pleno sentido a las cosas naturales, sobre todo al propio hombre. Naturalmente, ello sólo sería posible si se da el hecho de que la “res naturalis” haya recibido también su medida a partir de un proyecto elabo­rado en algún espíritu creador. Es sabido que Platón pensó y dijo que esto era realmente así. Empieza hablando muy demostrativamente sobre la lanzadera de un tejedor. Si tal lanzadera se rompe en pedazos y el tejedor intenta hacer otra nueva, ¿hacia dónde dirigirá su mirada, hacia los fragmentos que yacen en el suelo o hacia el boceto (el esquema de su construcción) según el cual fue construida la lanzadera? Así empieza, Platón, como he dicho, a explicar qué es lo que entiende él por una “idea”: la “idea” no es para él otra cosa sino el “boceto”. Y luego continúa con la afirmación de que no sólo la lanzadera, no sólo las cosas hechas “artificialmente” por el hombre, sino también todas las cosas y seres —incluido el propio hombre- están hechas según un “boce­to”. Precisamente éste es el genuino significado de la “Doctrina de las Ideas” de Platón. Evidentemente, para este convencimiento —para creer que ante todas las cosas pre-existe un boceto- es necesario comprender el mundo, en todo momento, como creatura; lo cual no significa otra cosa sino que el mundo y todo lo que en él hay ha sido hecho de acuerdo con un modelo, que tiene su sede en el espíritu creador de Dios.

Referido a nuestro tema, esto significa que, en virtud del hecho de que el mundo es una creación, todas las cosas realizan mediante su propio ser esa adecuación en un conocedor, esa “adaequatio rei et intellectus”, que se expre­sa formalmente en el concepto de verdad. En realidad, esto y no otra cosa es el único fundamento de que todas las cosas puedan llamarse y sean “verda­deras” en sentido estricto: “omne ens est verum”; todo lo que es, es ver­dadero.
También esta cualidad de ser reconocidas significa una cualidad de las propias cosas; así pues, no solamente se dice que el espíritu humano está en condiciones de conocer las cosas, sino también que es una cualidad de las co­sas el ser cognoscibles. En el uso del idioma, la palabra “cognoscibilidad” tiene un cierto doble sentido. Por ejemplo, decimos que a la luz del día las estrellas no se reconocen, a pesar de ser evidente que las estrellas en sí no cambian, tanto si luce el sol como si no. “En sí” son tan visibles de día como durante la noche; lo único que sucede es que nuestros ojos no son capaces de verlas durante el día. Del mismo modo, la cognoscibilidad que por principio tienen todas las cosas no significa que nuestro espíritu humano pueda real­mente conocerlas; lo que significa es que las cosas, todas las cosas —por ellas mismas, en cuanto a ellas respecta— están de tal forma “hechas” que pueden ser objeto de conocimiento.


Un colega mío –famoso lógico–, el hace unos años fallecido Heinrich Scholz, me preguntó en cierta ocasión: ¿Qué pasaría si supiésemos que exis­tieran en la realidad objetiva cosas y relaciones, por principio, no cognosci­bles? ¿Se derrumbaría el cielo si por naturaleza existiesen cosas oscuras, sen­cillamente impenetrables y que opusiesen resistencia a todo posible conoci­miento, es decir, si no fuese cierto que “omne ens est verum”? Después se re­firió a algunos problemas de la física moderna que no sólo simplemente de hecho, sino que también por principio, parecen insolubles. Después de escu­charle, le planteé la siguiente contrapregunta: ¿Ha renunciado la investiga­ción física por su parte a todo intento de llegar al fondo de las cosas? —~ Natu­ralmente que no!—. Y ello, ¿no significa aceptar por parte de la realidad objetiva que preexiste ciertamente alguna cognoscibilidad? Precisamente éste es el sentido de la frase que dice que las cosas son verdaderas. Tal frase puede también formularse de estas otras formas: la investigación tiene sentido; resulta rentable seguir investigando y no capitular jamás. Quien diga esto, en el fondo, dice exactamente lo mismo que “omne ens est verum”, todas las cosas son verdaderas: lo cual implica, por lo que a ellas mismas atañe, ser cognoscibles hasta su principio.
Así pues, en resumen, la doctrina de la “verdad de las cosas” significa lo siguiente: todas las cosas son creadoramente conocidas por Dios, siendo por ello cognoscibles para el espíritu finito. Forma parte de la naturaleza de las cosas reales el ser posibles objetos del conocimiento humano. O sea, no existe en absoluto una separación total de la realidad objetiva frente al intelecto hu­mano: antes de que dirijamos nuestra mirada, hacia el mundo de las cosas, existe ya cierta relación. Las cosas no son precisamente “mudas” como dijo Spinoza. Son perfectamente perceptibles: nos dejan saber lo que son. Por otra parte, no debe olvidarse que este hecho no puede comprenderse ni ser explicado: antes bien se llega a él al pensar que las cosas, por su propia na­turaleza, son luminosas debido a su origen a partir de la Luz arquetípica del Logos divino. Las cosas son cognoscibles porque Dios las ha pensado crea­doramente. Su claridad y su lucidez intrínseca —fuerzas para mostrarse a sí mismas— dimanan del espíritu creador de Dios, al mismo tiempo que su propio ser, incluso desde su propio ser.


Claro que en este momento se presenta, insospechadamente, un aspecto harto distinto de la doctrina de la verdad de las cosas. La cognoscibilidad completa y la luminosidad —la manifestación de las cosas— son únicamen­te un aspecto de los hechos. El otro aspecto es que las cosas son al mismo tiempo insondables, inalcanzables e incomprensibles: ocurriendo esto pre­cisamente por la misma razón por la que son luminosas, lúcidas y cognoscibles. Precisamente debido a que se trata de bocetos divinos según los cuales las cosas están hechas, resulta por principio para nosotros imposible comprender perfectamente su correspondencia con los bocetos, siendo así que en tal co­rrespondencia consiste la verdad de las cosas. En principio somos incapaces, por así decirlo, de observar como espectadores la salida de las cosas a partir del Logos de Dios, o de observarlas con los ojos de Dios. Por esta razón nues­tros esfuerzos por conocer, incluso cuando se trate de las cosas más «sencillas” y simples, son un camino que —por principio— no tiene fin. Así pues, repita­mos: las cosas son claras porque son creaturas, siendo insondables también porque son creaturas.

El que todas las cosas con que mediante la experiencia nos enfrentamos sean al mismo tiempo cognoscibles, pero cognoscibles hasta el infinito —lo cual significa incomprensibles— es, al mismo tiempo, una realidad de la experiencia. Pero que ambas cosas reconozcan el mismo origen, o que la cognoscibilidad y la incomprensibilidad estén necesariamente entrelazadas entre sí, esto tiene que permanecer incomprensible. Quien niega expresamen­te la idea del mundo como fruto de la creación, quizás se vea incapaz de com­prender que exista algo parecido a la esencia y a la naturaleza de las cosas. “Extraña idea” —puede que se diga—: “¿por qué no tiene que ser posible hablar de la naturaleza de las cosas sin aceptar que detrás de ellas existe un Creador? Ahora la cuestión estriba en si puede hacer comprensible la exis­tencia de una naturaleza, un algo, una esencia de las cosas... si no se com­prende el mundo como creatura. Quien opine que de hecho no es posible hacerlo comprensible encontrará —muy sorprendentemente— un compañero de opinión en el existencialismo nihilista de Jean Paul Sartre, quien afirma pre­cisamente esto: las cosas que existen, entre ellas sobre todo el propio hombre, no tienen ninguna esencia preexistente a su existencia de hecho. Según Sar­tre, en esto radica la diferencia entre cosas naturales por una parte y cosas artificiales, hechas por el hombre, por otra: la diferencia consiste en que las cosas artificiales (una silla, una casa, un abrecartas) están hechas de acuerdo con un boceto preexistente, del que reciben también su “esencia”, su “natu­raleza”; mientras que las cosas “naturales”, sobre todo el propio hombre, no están precedidas por ningún boceto (del que se pueda decir que haya recibido su “esencia”, su “naturaleza”). Esas cosas “naturales”, sobre todo (siempre) el propio hombre, existen en principio solamente porque sí. Pero la cuestión de qué es en realidad ese hombre existente, no sólo resulta entonces incontestable, sino que según esto resulta que no existe algo así como una naturaleza huma­na”. E inmediatamente Sartre ahonda en el fondo de porqué no existe ninguna naturaleza humana: porque no existe boceto alguno ni nada hecho según este boceto.

Me atrevo a afirmar que ello no es otra cosa que una clara y expresa afir­mación de la antigua doctrina sobre la verdad de las cosas. En todo caso, entre Sartre y Santo Tomás de Aquino existe un acuerdo muy fundamental. Ambos modos de pensar parten del mismo principio, empiezan por lo mismo: que las cosas sólo pueden tener naturaleza y esencia si están hechas según un boceto previo, es decir, si tienen un modelo con sede en un espíritu crea­dor y conocedor. El hecho de que el hombre haya pensado —ideado y planea­do la silla, el puente, el abrecartas—, este hecho y ninguna otra cosa, es lo que justifica que podamos hablar de “qué es” la silla, el puente, el abrecartas; pode­mos hablar de la “naturaleza” de estas cosas. Como hemos dicho, éste es el pun­to de partida en el que están totalmente de acuerdo Sartre y Santo Tomás de Aquino. Pero pronto viene el claro desacuerdo y la decisiva contraposición. Sartre sigue diciendo: ya que no existe ningún espíritu creador y conocedor de cuyos bocetos puedan tener las cosas su esencia, no existe ninguna natu­raleza del hombre ni de las cosas. Por el contrario, Santo Tomás, por su parte, dice: ya que (y debido a que) Dios ha conocido, pensado y planeado las cosas creadoramente, precisamente por este motivo tenemos nosotros una natura­leza. Repitamos una vez más que para Santo Tomás y para Sartre se parte de la misma concepción original: sólo se puede hablar de una naturaleza de las cosas y del hombre, con precisión y exactitud, si las cosas y el hombre son ex­presamente considerados como creatu ras, como frutos de una Creación. Cuan­do los antiguos hablaban de verdad residente en las cosas, querían decir que éstas son creadoramente conocidas por el Creador.

Sartre tiene plenamente razón cuando hace, frente a los filósofos ateos del siglo XVIII, el reproche de ser inconsecuentes. No puedo (dice con toda razón) borrar la idea de la Creación y a continuación, como si con ello no hubiese pasado nada, seguir hablando de “esencia” de las cosas y de “natu­raleza” del hombre; si no existe ningún constructor del boceto, ni tampoco boceto alguno, entonces tampoco existe ni esencia ni naturaleza de las cosas. El propio Sartre ha evitado esta inconsecuencia; él mismo dice expresa­mente que su existencialismo no significa otra cosa sino el intento de descri­bir todas las consecuencias que se deducen partiendo de una posición radi­calmente atea.

Por otra parte, esta consecuencia conduce directamente al nihilismo, de lo que es plenamente consciente el propio Sartre. Si, en realidad, no existe nada así como una naturaleza humana, ¿cómo es posible evitar la consecuen­cia “haz de ti mismo lo que se te antoje”, o bien “haced con los hombres lo que os parezca”? ¿Qué significado tendría entonces el vivir “humanamente” o el vivir “como hombre”? ¿Cómo puede evitarse el entender la libertad humana como algo carente en absoluto de orientación? Esto es exactamente lo que significa el concepto existencialista de libertad: puedes hacer, en abso­luto, todo lo que se te ocurra; por otra parte, no pienses que esto sea algo agradable; la libertad empieza más allá de la duda. Toda la triunfal ampulo­sidad que caracterizaba todavía el concepto de libertad en la Ilustración ha desaparecido.

Quiero terminar planteando otra cuestión: ¿No es una idea inesperada el que todas estas bienintencionadas, descorazonadoras y perplejas teorías sobre el hombre y su mundo sean –muy posiblemente, en el fondo– sólo una inevitable consecuencia de ignorar y negar el principio de la “verdad de las cosas”, es decir, del pensamiento de que el hombre y las cosas tienen un sentido, una importancia, un significado, e incluso sobre todo una “esencia y una “naturaleza”, en cuanto son reproducción de un boceto divino, o sea, en cuanto son “verdaderos”?

Revista Universitas, Stuttgart, vol. VII, nº. 4, 1970.

¿QUÉ ES LO BUENO?


¿QUÉ ES "LO BUENO"?

Por ANTONIO OROZCO (www.arvo.net).


Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: ¿Qué es lo bueno? ¿Qué es el bien? Porque todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible de ser bueno y de hacer lo bueno. Y si hace el mal es porque le deslumbra la partecilla de bien con la que el mal se reviste. Es una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que todo lo hace bien y para el bien; que no sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el bien y así incrementarlo.


Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien. Sabemos que "lo bueno es el bien" y que "lo malo es el mal". Sin embargo, en la práctica no pocas veces se nos plantea un problema: ¿Es esto bueno? ¿Es bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo y arduo. Pero siendo tan importante acertar en lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico, de modo que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.
Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos, costumbre o modo habitual de obrar), que investiga precisamente lo que es bueno hacer, de modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección humana posible y por tanto la satisfacción de nuestros más hondos deseos, es decir, la felicidad.
Cuando se dice que algo "es ético" o que "no es ético", se está diciendo que es o no es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser "ética", no siempre estamos de acuerdo en "lo que es ético". Lo que parece "ético" a unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así por ejemplo, algunos llaman "ético" al aborto provocado en caso de embarazo por violación; lo cual a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-, y negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la vida.


Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es "ético"; sobre qué es en realidad "lo bueno". Se trata de una cuestión de vida o muerte, y es preciso encararla con toda seriedad y rigor.


¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre "lo que es bueno", al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? La respuesta del sentido común ha sido siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué; y por qué algunos no lo ven así.


Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que "el bien es lo que todos desean". Pero, ¿por qué todos deseamos el bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia, que "nos hace bien", que nos perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el bien es una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva (no son vanas estas consideraciones de Pero Grullo).


LA RELATIVIDAD DEL BIEN


Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono animal alimenta las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas, no para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados.


Esa "relatividad" del bien ha inducido a muchos a pensar que el bien no es algo "objetivo", es decir, que no está ahí, independiente de mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno "lo que le parezca"; cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho- sería "creador de valores", porque el valor o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.


Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es nuevo; es tan viejo como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-, sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala voluntad.



LA OBJETIVIDAD DEL BIEN

En rigor, aunque el bien sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay nada menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo que inventamos o creamos: no es una bondad "opinable": está ahí, con independencia de nuestra estimación.


De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad: valores objetivos que no tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del cuerpo o del alma.


Es también importante advertir -frente a lo pensado y muy difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es un producto de mi subjetividad: es la manzana misma que tiene de por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.


Es indudable que hay bienes, valores objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).


La "relatividad" del bien no quiere decir, pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa y después puede estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de mi parecer. ¿De qué depende entonces? Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mi ser, lo cual, ahora, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas o malas para mí.


El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son perfecciones (o defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los hombres, y que hace posible que hablemos con sentido del "género humano" o de la "'especie humana", y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.


De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección -el sujeto- de esa naturaleza determinada.


A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? ¿Qué soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, ¿cuál es?" (1).


La Ética (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos conceptos sobre los bienes.


¿QUÉ ES EL HOMBRE?

Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos, aunque complejo y maravilloso (como para Carl Sagan, por ejemplo); se ha contemplado como pura química o biología, o como un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un número en una especie zoológica. Son diversas manifestaciones de la concepción materialista del hombre.
Al negar -dogmáticamente, por cierto- la realidad del alma espiritual e inmortal en el hombre, todo materialismo se hace incapaz de conocer lo que el hombre en verdad es; y, por lo mismo, no puede saber tampoco lo que en realidad es bueno o "ético". Al pensar al hombre como simple animal evolucionado -sin ningún elemento que sea irreductible a elementos materiales-, no puede evitar pensar lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor absoluto a lo económico. Se le escapa lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz indispensable del entendimiento y de la libre voluntad. Por eso, los términos "libertad", "justicia", "paz", "amor", etcétera, carecen, en el materialismo, de contenido humano y se confunden con las sombras que de tales cosas existen -o parecen existir- en el mundo de los irracionales. El mismo concepto de "persona" se vacía y el hombre queda reducido a un "número" al servicio de la "especie" (llamada "sociedad"). Si la "especie" lo reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se le podrá saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital siquiátrico, o eliminarle: sólo cuenta el bien de la "especie", como en zoología. Esta es la tremenda conclusión del colectivismo, especialmente del marxista.


Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la sociedad -compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de personas con valor único irrepetible-, hemos de tener la honradez de contemplar al hombre en su integridad. No basta ver en el cuerpo sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre, como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones, la horizontal o la vertical:

Porque entonces podemos confundir el cilindro con un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a la conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no puede existir sino como una vana ilusión de la mente. Podríamos llegar a la negación de la posibilidad del cilindro, de modo similar a como se ha llegado a la negación del alma humana inmortal: seccionando al ser humano por la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado en la mesa de disección, el "sabio" sentencia: como no veo el alma por ninguna parte, el alma no existe. (Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que Dios no existía, porque él no lo había visto en su viaje espacial.

El hombre es un "cilindro" muy peculiar: no tiene techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una "sección" totalmente "vertical" puede descubrir su dimensión trascendente a la materia. Pero no es difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo el sentido común. Ya tendremos ocasión de volver sobre el asunto. Pero es cierto lo que, en medio de su confusión religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: "lo que llaman espíritu me parece mucho más material (quería decir "perceptible" o "claramente cognoscible") que lo que llamamos materia; a mi alma la siento más de bulto y más sensible que a mi cuerpo". Con razón se ha dicho que el materialismo es el más peregrino ensayo de querer probar, asistidos del espíritu, la no existencia del espíritu, porque "sólo un ser pensante, esto es, espiritual, puede ponerse a 'demostrar' con argumentos el materialismo" (2).

El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que advierte Giambattista Torelló: "objetos de estudio esencialmente diversos, proyectados por el investigador sobre un plano inferior se presentan a su vista como iguales: así la proyección de un cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una misma cosa":

Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a "exasperar" con sus preguntas interminables: "mamá, ¿qué es esto?, ¿para qué es esto?"; y, sobre todo: "¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?..." Es que el niño está buscando ya una respuesta última y definitiva, que no remita a otro porqué, que sea el gran Porqué que lo explique todo, que sea la Verdad primera original y originaria de toda otra verdad. El pequeño pregunta por Dios, busca a Dios, necesita a Dios desde que su inteligencia despierta al "uso de razón". Es la célebre oración de San Agustín: "Nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti" (3).

Lo único capaz de saciar y aquietar el entendimiento es el conocimiento de Dios. Y no cualquier conocimiento, sino todo el conocimiento de que es capaz. Sólo así alcanza su perfección suprema, su plena felicidad. De otra parte, la voluntad es una ilimitada capacidad de amar el bien,- no es "infinita", pero sí "ilimitada", porque por mucho que ame, siempre anhela amar más. No se conforma con cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando pone el amor en una criatura y la posee de algún modo, al punto se halla satisfecha; pero pronto advierte que no es lo óptimo, que queda un vacío por llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud del bien y del amor que buscaba. Es que todos -sepámoslo o no- queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos hambre de Dios, como Verdad Primera y Bien infinito, como Sabiduría y Amor plenos. Es decir, sólo en El se halla la perfección, la plenitud humana, la felicidad sin sombras: en el amoroso conocimiento de Dios. Ese es nuestro fin, nuestro óptimo bien objetivo común.

Ahora que sabemos, no con detalle, pero sí con profundidad lo que es el hombre, sabemos también cuál es su bien fundamental e indispensable. Independientemente de lo que yo quiera, piense, me apetezca u opine, mi Bien es Dios. Y hallamos así un criterio objetivo de bondad: en el mundo, será bueno para mí -moralmente bueno-, será "ético" lo que me acerque a Dios (o, al menos, no me aleje de El); y será malo -aunque me apetezca- lo que me separa de Dios.
Lo que me aproxime a Dios, será también perfección de mi ser humano personal; lo contrario, dañará sin duda y siempre, lo más íntimo de mi persona.

Esta es ya una conclusión de suma importancia. Pero se abre, claro está, una nueva pregunta: ¿qué es, en la práctica, lo que me acerca a Dios y qué es lo que me aleja de Dios? La luz natural de la razón es un don que nos permite a todos descubrir las exigencias fundamentales del ser humano, es decir la ley moral natural, formulada sintéticamente por Dios mismo en el Decálogo. Se entienden bien así las palabras de Juan Pablo II: "La ley moral es ley del hombre, porque es la ley de Dios". En efecto: "La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido por Dios que nos ha creado". Es por eso que "hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar las palabras del Apóstol, 'en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente' (Rom 7, 22)" (4).

Si no existiera la sombra del pecado original en nuestra mente y no hubiese sido debilitada nuestra voluntad, nos conoceríamos bien a nosotros mismos y, en consecuencia, conoceríamos sin duda lo que es bueno, tendríamos una visión clara de la ley moral. Ahora nos cuesta esfuerzo alcanzarla, también por que nos cuesta vivirla. Pero Dios, en su infinita misericordia, ha venido en nuestra ayuda, se ha hecho Hombre, para decirnos hasta con palabras humanas cuál es el camino que conduce a ser de verdad hombres perfectos y felices: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (5). Y no sólo nos ofrece una felicidad natural, sino que con su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas nada menos que a la vida íntima de Dios Uno y Trino. Ha puesto a nuestra disposición su misma felicidad: lo óptimo, no ya relativo al hombre, sino en absoluto.

Y para que todos los hombres, podamos conocer fácilmente, sin disputas o dudas angustiosas, sin esfuerzos hercúleos, cuáles son las cosas que nos acercan a Dios y cuáles son las que nos alejan de El, fundó la Iglesia -una, santa, católica y apostólica- con un Magisterio autorizado, asistido siempre por el Espíritu Santo -el Espíritu de Verdad-, capaz de trazar, en cada momento, un mapa cierto y seguro de los caminos del bien. Ahí, especialmente los católicos, pero también de algún modo todos los demás, tenemos el gran criterio, la gran luz, la gran seguridad para discernir el bien del mal, para conocer esa "norma suprema de la vida humana", que el Concilio Vaticano II recuerda que es "la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana" (6).

Notas. (1) SAN AGUSTIN, Confesiones, X, XVII; (2) CORNELIO FABRO, Dios, Ed. Rjalp, Madrid 1961, p. 203; (3) SAN AGUSTIN, o.c., 1, I, l; (4) JUAN PABLO II, Audiencia general, 27-VII-1983; (5) Jn 14, 6; (6) Conc. Vat II, Dignitatis humanae, 3.